Supongo que, como en casi todas las historias, todo empezó mucho antes de lo que parece. A pesar de no haber cogido mi primera guitarra hasta mi 38 cumpleaños, una squier telecaster que mi ex Marta me regaló (porque había visto cómo me divertía jugar a guitar hero). Pero hacía ya muchos años que había cantado en canciones por primera vez. Fue durante la adolescencia.
Mi hermano Jerar, que luego acabó siendo un DJ de cierto renombre en los clubes de Barna, y yo mismo nos dedicábamos a hacer temas house con aquellos rudimentarios commodore Amiga y Atari ST, trastos capaces de secuenciar solamente 8 pistas. Como el único de los dos que tenía una voz que no pareciese un graznido era yo, si había que cantar, era mi voz la que berreaba en un inglés macarrónico aquellas líneas melódicas. Tampoco se me daba estrepitosamente mal el hecho de ejecutar desde un teclado. Curioso fue que, como siempre, todo aquello llegó más lejos de lo que esperaba, porque mi hermano acabó editando en vinilo mucho antes que yo, siendo el DJ de cabecera en muchos clubes, e incluso haciendo sesiones en aquellas amalgamas festivaleras antes de que se convirtieran en los macroeventos que hoy son…
Yo abandoné antes que él. No lo consideraba lo suficientemente divertido. Sin embargo, esas rudimentarias programaciones rítmicas sin acordes dejaron en mi cabeza cosas que tardaron mucho en madurar: mi cabeza creía saber cómo hacer canciones. Siempre sonaron en mi cabeza. Siempre. No dejaron de sonar ni un día de los más de 20 años que tardé en volver.
Tampoco fueron años perdidos. Nunca lo son. Me dediqué a cosas que consideraba más importantes: leer, pintar, escribir… y sobre todo trabajar, claro. Escribí un blog durante bastante tiempo, con una muy sorprendente cantidad de visitas, porque al parecer mejor se me daba era juntar palabras con un cierto sentido, o con una absoluta falta de él, pero en una manera que al menos a mí, y a algún otro despistado sin criterio, nos resultaba agradable…
Y entonces llegó aquella squier telecaster amarilla. Era un infierno. Nunca fui un guitarrista hábil. No sé si alguna vez lo seré. Pero se trajo de golpe todo aquello que estaba a la espera: el uso de secuenciadores, grabar, microfonear… Todo porque sí, sin el más mínimo propósito, sólo por placer, por pasar el tiempo en una especie de videojuego con sustancia.
También ayudaron unos cuantos cursos, la escuela municipal de música, y esos maravillosos profesores que me enseñaban armonía y cómo construir una canción con sus distintos elementos; ritmo, armonía, contenido lírico, texto, intención… Era como cocinar, como usar colores para provocar sensaciones. Me enseñaron a despiezar y voltear esos fragmentos hasta que casan, a repetirlos una y otra vez en mi cabeza mientras estoy haciendo cualquier otra cosa. Quizá por eso mi jefa siempre dice que el día que mi cerebro esté en el trabajo dejará de pensar en despedirme…
Y, como digo tantas veces, conocí a una chica. Yo ya era capaz de cantar y tocar a la vez, porque nadie iba a cantar lo que yo hacía, claro, aunque ni siquiera me veía como un cantante. Pero era el único que se sabía la letra. Así que decidí hacerle una canción. Y le gustó. Un día vino Lander, que toca el bajo en sonic thrash, y le gustó. Me dijo, bueno, quizá deberíamos grabar un bajo, y después una batería, un teclado…
Cómo no, aquella canción, y otras cuantas más, llegaron mucho más lejos de lo que esperaba.
Cuatro meses después grabamos un EP bajo el nombre de Hilo Rojo. Junto con Alain, y Borja, y luego llegó Alfredo. Llegaron los primeros conciertos. Y lo hicimos bien. Cuando todo aquello acabó, conocimos a los demás y nació el grupo de Todos los Fuegos.